Después de superar el diagnóstico, la intervención quirúrgica, y la radioterapia, empecé el tratamiento hormonal y la vuelta a la vida de antes. Pero yo… yo ya no me sentía ni era la misma. Notas los efectos secundarios, esos que te nombran, en un listado larguísimo, en las primeras visitas con la oncóloga. ¿Te acuerdas? Empiezan por los más complicados y raros, que te asustan, y hacen que inmediatamente pienses: “ya verás con la suerte que tengo, seguro que me toca”.
En mi caso, fueron los más comunes, y a mi parecer, los más mayoritarios, según ellos los más nocivos, pero por ser tan subjetivos, los que menos controlan, porque yo sentí que me daban muy poca información sobre los mismos. Pues que me lo digan a mí, esos sofocos qua aparecen ahora sí y ahora también, en ese mar de sudor en que te conviertes cada noche. Esa sensación de fatiga, de falta de vitalidad, esa energía que se te va sin apenas hacer esfuerzo ninguno. Esa pesadez del cuerpo, esa transformación del mismo: hinchazón, te engordas o no, te lo notas pesado, entumecido, rígido, y empiezan los dolores articulares. El dolor de pies, las rodillas, las manos, que por las noches se te duermen… la lista se va engordando, hasta que al final la espalda entera te dice basta.
Me cuido: camino, busco masajes, quiropráctico, natación, chikung, como bien, descanso, pero esa sensación de duda… y cuando vuelva a mi vida normal, ¿podré con todo otra vez?, ¿hasta donde aguantará ahora mi cuerpo?, ¿que más me va a pasar?, ¿qué más puedo hacer?